En el siglo XIX Charles Darwin asombró al mundo con su “teoría de la evolución”. Lo que en aquel entonces les molestó a muchos de su teoría era la idea de que el hombre descendía de los monos. Para muchos, Darwin fue considerado el mayor de los herejes, pues decían que había sustituido la imagen divina por un chango.
Esta gente no entendió la idea principal de su teoría. La idea de la evolución está claramente plasmada en la Torá: en la historia de la Creación del mundo, la secuencia y el desarrollo siguen un patrón ascendente. Lo que fue creado primero es menos que lo que siguió después. Lean la narración en la Biblia y verán que las plantas fueron creadas antes que los animales, los peces antes que las aves, las aves antes que los animales de tierra, los animales antes que el hombre y la mujer. Este orden coincide con la teoría de Darwin. La única diferencia entre la teoría de la evolución y el relato bíblico es el hecho que esta última incluye en su narrativa al Gran Arquitecto, a Dios, sin el cual nada de eso hubiera sucedido.
Si los monos precedieron al hombre, fue porque el hombre es un ser más avanzado. La distancia entre el mono y el hombre no es cuantitativa sino cualitativa. Y no puedes entender la concepción judía del mundo si no aceptas que no solo Dios existe sino que puso una parte de Él en la tierra. El hombre fue creado a “imagen y semejanza de Dios”. ¿Qué quiere decir esto? Lo que definitivamente no quiere decir es que nos parecemos físicamente. Dios no tiene una forma física. “A imagen y semejanza” no se refiere a la apariencia, sino a algo más acorde con Su Esencia.
Compartimos algo con Él que nos da un componente divino. Por siglos, los estudiosos han discutido qué es esa característica que hace al hombre “semejante” a Dios. Algunos dicen que es el alma humana, porque esa misteriosa parte de nuestro ser es algo divino, ya que nos hace inmortales. Otros dicen que lo que compartimos con Él es Su Inteligencia reflejada en nuestra mente, ese regalo único que es nuestro cerebro. Otros se atreven a decir que lo que nos hace semejantes a Dios es el libre albedrío, nuestra libertad de escoger y decidir nuestro camino.
Ustedes pueden escoger una o todas las interpretaciones de nuestra “semejanza divina”, esto no cambia el resultado, pues a final de cuentas ambas concepciones, la evolutiva y la de la creación divina ponen al hombre en la parte más alta del esquema. Y en esto, Darwin coincide con Dios.
Preparado por Marcos Gojman.
Bibliografía: Jewish History and Culture del Rabino Benjamin Blech