Cualquier espectador externo hubiera pensado que con la destrucción del Segundo Templo en el año 70, la historia del Pueblo Judío habría llegado a su fin. Otros pueblos que padecieron un destino similar pronto desaparecieron. Pero no fue así para los judíos. Sus líderes fueron capaces de transformar al Judaísmo en una poderosa y sustentable manera de vivir que no necesitaba de un santuario central o de tener un territorio propio para tener una continuidad nacional.
La consiguiente vitalidad y creatividad judía estaba enraizada en las acciones de aquellos que supervisaron la formación de la nueva forma judía de vivir, después de la tragedia de la destrucción del Templo y la diseminación del pueblo judío por el mundo. Me refiero a los rabinos. Ellos se dieron cuenta que si la vida religiosa judía dependía exclusivamente del acceso a Jerusalem y a su Templo, el Judaísmo no sobreviviría. En ese momento la Torá tomó el papel central y la movilidad que les permitía la palabra escrita (la Torá la puedes llevar físicamente o en tu memoria a cualquier parte) fue la llave de la sobrevivencia del Judaísmo.
A falta de un centro físico, geográfico y nacional, los rabinos buscaron otras formas de unir un pueblo que se encontraba lejos de las fronteras de Eretz Israel y que estaba disperso por todo el imperio romano y antes por el babilónico. Desarrollaron servicios religiosos regulares y una liturgia estandarizada. Estos servicios no requerían de un sacerdote ni de un altar. Podían ser conducidos en cualquier lugar del mundo por cualquier judío.
La sinagoga se convirtió en una institución judía importante. En ella los judíos se podían reunir para rezar, estudiar y convivir. También la casa se convirtió en un centro de prácticas judías, con celebraciones como el Seder de Pesaj o las cenas de Shabat.
El Judaísmo podía prosperar en cualquier lugar donde se podía estudiar la Torá y sus interpretaciones y poner en práctica la Ley Judía. Con todo, el judío nunca olvidó la pérdida de la soberanía nacional y la destrucción del Templo. Se mencionaban siempre en los servicios religiosos.
Los judíos amamos a nuestros libros y a la palabra escrita porque es algo que no nos pueden quitar. Inclusive cuando los libros eran confiscados o quemados, sus palabras quedaban en nuestra memoria y podíamos reconstruirlos.
El Judaísmo, gracias a la palabra escrita, lo podemos llevar a todos lados. Ese es nuestro gran secreto. A la palabra escrita la hemos convertido en nuestra gran pasión al grado que la ponemos en nuestras entradas con la Mezuzá, en nuestra mente y en nuestro corazón con los tefilim y en nuestra vida diaria con la Torá y sus preceptos. Por eso el Judaísmo es portátil.
Preparado por Marcos Gojman.
Bibliografía: Embracing Judaism, del Rabino Simcha Kling revisado por Carl M. Perkins y God Was Not in the Fire de Daniel Gordis.